Flores Extrañas - Donal Ryan

                                  

FLORES EXTRAÑAS

"El mundo se volvió frío cuando Moll se marchó y ahora la luz llegaba moteada por la oscuridad de las sombras. No dejó ninguna nota, se limitó a hacer la cama y a coger sus pocas pertenencias, recorrió a pie el sendero hasta el pueblo y cogió el primer autobús a Nenagh y luego el tren a Dublín.
La noticia corrió por el pueblo rápidamente. Nadie sabía muy bien qué hacer o decir. Traían obsequios desde colinas lejanas y de la orilla del lago, y los depositaban junto a su puerta; les ofrecían novenas, con instrucciones muy claras respecto a la hora y la frecuencia de los ensalmos.

En los últimos tiempos las cosas se habían vuelto extrañas, repetía la gente una y otra vez; el mundo se transformaba deprisa. Todo se había ido al traste. Bastaba con el lenguaje que se utilizaba, y esa forma de vestir y lo horrible de la música. Había guerra por todas partes. En Vietnam y en Oriente Medio, el mundo se había convertido en un lugar espantoso. Parejas que vivían bajo el mismo y tenían hijos antes de casarse, si es que lo hacían, y matrimonios que exigían a voces el divorcio y medidas de planificación familiar, y a saber qué demonios significaba aquello. Pero Moll era una muchacha sensata. Aparecería, sin lugar a dudas. El día menos pensado volvería.
(...)

Los capullos blancos de las rosas silvestres se abrían silenciosamente en el seto espinoso que había junto al poste de la verja y una estrecha hilera de prímulas y mostaza silvestre salpicaba de amarillo, verde y blanco la mata de espino que bordeaba el sendero hasta el escalón de paso de la verja del medio.
(...)

Y por fin entrar en Galway, esa bulliciosa ciudad..., qué ocurriría si no dejaba de conducir hasta el final de la carretera, hasta llegar al océano, y se lanzaba a las olas y se ponía a nadar hacia una orilla lejana.
Pero se contuvo y apartó de su mente aquella fantasía, porque sabía que aquellos eran los descabellados y enfebrecidos pensamientos agotado por las tribulaciones a las que había sido sometido; pero él todavía no estaba tan agotado, ni mucho menos. Todavía sentía una buena reserva de fuerza en sus brazos y sus piernas, y una sensación de firmeza en su interior, aunque el corazón se le acelerase al pensar en la tarea que estaba a punto de emprender.

(...)

Le invade una cálida sensación de paz y ligereza a medida que avanza por la explanada de adoquines que conduce al cauce del río. Va a lanzarse sin ni siquiera quitarse las botas, va a lanzarse. Le aturde una sensación de alivio, de expectación; el miedo es momentáneo, una imperceptible contracción muscular que ignora con facilidad gracias al estado de éxtasis en que se encuentra. El fragor de la corriente y la velocidad de su propia sangre le inundan los oídos. Cierra los ojos, respira lentamente y, justo cuando se inclina hacia delante, oye un ruido a sus espaldas, unos pasos que se apresuran, un grito.
Mira hacia atrás y ve a una chica.

(...)

Diría que sus manos son demasiado bonitas. Pero ¿es posible que algo sea demasiado bonito? Como si alguien hubiese cometido un error y hubiese aplicado un exceso de belleza en algún punto concreto, como si se hubiese producido un vertido cósmico. Por alguna razón, esas manos le parecen peligrosas, podrían cautivarlo o volverlo violento: si alguien se presentase en ese instante y tirase de una de ellas con brusquedad, sería capaz de atacarlo, sería capaz de matar por esas manos.

Y Josh, sin haberlo previsto, empieza a hablarle de los pícnics que solían preparar su madre y su abuela las tardes de verano, aquellas tardes que parecían larguísimas, y del pupitre que tenía en casa, el que su abuelo había rescatado de la antigua escuela del pueblo. Le contó que a veces su vecina, Ellen Jackman, atravesaba el prado que los separaba de su enorme casa y se sentaba con su madre en una manta desplegada sobre la franja de hierba que se extendía entre un lado de la casa y la entrada del huerto, y que desde allí se veía claramente el sendero, y que su abuela sacaba de la cocina bandejas llenas de platos con tarta de manzana, nata, bollos y unos pastelitos redondos con cobertura de chocolate.

Honey observa la cara de Josh. En un momento u otro se pondrá a leer otra vez. Y para evitar que se le escape la risa, tendrá que coger aire y aguantar la respiración, tendrá que llegar casi a la asfixia para evitar las carcajadas. Algo en ese chico, en su cara, sus ojos, la manera como mueve los labios cuando forma las palabras, su seriedad infantil, sus esfuerzos por leer despacio, su acento, hace que le entren unas ganas incontrolables de reír. No debe hacerlo. Sabe que, el otro día, Josh no estaba mirando al río. Sabe que estaba en peligro.

(...)

Y se vuelve a preguntar por qué se ha convertido prácticamente en un asunto de vida o muerte el hecho de leerle en voz alta su relato a una chica a la que apenas conoce. Su última oportunidad, le había parecido, le parece la única alternativa a dejarse llevar por el agua helada y la fuerte corriente del río en ese tramo donde está revuelto y crecido, y su tono azul se vuelve negruzco; por qué esta le parece la única alternativa a dejarse arrastrar hacia la libertad del mar. Su sueño de ser escritor.

Se pregunta de nuevo en qué estaría pensando mientras escribía el relato, borrador tras borrador. Qué importante le había parecido cuando lo escribía y qué ridículo le parecía ahora, qué ajeno, qué forzado, artificial y presuntuoso; lleno de palabras rimbombantes, un tono ridículo y un montón de chorradas sobre chasquidos y árboles. Aun así, Josh sabía que aquello era cierto, que los ciegos empleaban piezas de madera para orientarse, que los árboles zumbaban de vida, absorbiendo la energía del suelo, de la carne de la tierra. A tomar por culo. No iba a perder nada por seguir leyendo.

(...)

A Honey le parece curioso cómo, a veces, la mayor parte de las veces, uno descubre por sorpresa la fuerza de sus propios sentimientos. Como si la realidad te tendiera una emboscada. Como esa anécdota que Josh le contó sobre una camarera del hotel donde trabaja. En un momento de tranquilidad, mientras esperaba a que la planta de la que se encarga se vaciara, la camarera fue a verlo al área de lavado de la cocina. A decirle lo aburrida que estaba. A preguntarle por su vida. ¿Cómo? ¿Y qué coño le contó él? ¿Con cuántas chicas se está desahogando? La camarera le enseñó un tatuaje que tiene de una rosa, en la parte de arriba de la pierna. Tuvo que subirse la falda negra para enseñárselo. ¿CÓMO? Honey hace esfuerzos para mantener la calma, para contenerse, para quedarse callada. Pero mentalmente le está gritando a esa zorra: Aparta tu apestoso coño tatuado de ese hombre. De mi hombre. Venga, no me hagas reír. 
Cómo puedes llamar hombre a ese refugiado pálido y flacucho, a ese desgraciado de ojos marrones." DONAL RYAN



        





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