JOKER, RÍETE TÚ DE KUBRICK

JOKER

Hacer reseñas de genialidades de arte me infunde tanto respeto que tardo en hacerlas.
 Y, cuando las hago, me digo  ¿qué absurda necesidad tuve de ello? Pero el mal ya está hecho.
Es un mal menor. 

Lo taladrador, cuando un mal inmenso define y exprime la historia propia, una historia con la que los demás, en su libertad de despiadada humanidad, hará juiciosas y jocosas reseñas orales, ahogando más la imposibilidad de regenerarse. Rara vez esa maldad espectadora se queda en el parloteo, es la regla básica por la que la enfermedad mental tiende a empeorar. 
Porque una patología mental es, muchas veces, una palabra trastornada que, tras mucho esfuerzo, ha encontrado su lugar en el diccionario. Que ésta se vuelva mejor o peor pronunciada, más intensa o desapercibida, va a depender del aprecio o desprecio en cada párrafo de la vida.

Joker es un párrafo sin comas, sin puntos, un tocho de sufrimiento expresado a lo sublime en el que no hay descanso. Tampoco etiquetas con las que estigmatizar, sólo un síntoma que podría pertenecer a cualquier disfunción.

Joker renacerá de su cenicero, porque es capaz de danzar aunque le nieguen la música, desear el amor hasta la alucinación y transformar su dramático sino en comedia. 
En Joker el terror resplandece con tan buena luz que ríete tú de Kubrick.

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